Encontrar una identidad, consolidar rutinas y dejar legado son momentos claves.
Se ha estudiado mucho al ser humano y su evolución como ser individual, autónomo, pasando desde la vida intrauterina y el nacimiento por las consabidas etapas que llevan al envejecimiento.

Desde muchas perspectivas, ya sea de la psicología genética de Jean Piaget (cambios esperados en la cognición y adaptación al medio de parte de los niños) o del cumplimiento de desafíos evolutivos identificatorios (Erik Erikson), pasando por innumerables enfoques clínicos, ecológicos y hasta existencialistas.

Pero lo que no se ha desarrollado tanto y es aún menos conocido es cómo las familias van pasando por distintas etapas de desarrollo. La familia, hoy en día un concepto tan abierto y que desafía toda definición rígida o tradicional, es un organismo con vida propia que tiene sus propios desafíos y tareas implícitas para mantener una conexión saludable entre sus miembros y, además, con el medio social.

Entendemos aquí por familia a una unidad de al menos dos personas, relacionadas que establecen algún tipo de alianza y convivencia para enfrentar las tareas cotidianas asociadas a la vida en sociedad (y no necesariamente mantienen lazos de parentesco o consanguinidad).

Primera etapa: el desafío de la identidad

Lo primero que una pareja de personas debe alcanzar, en su camino de construcción de una suerte de “familia”, es una identidad como estructura autónoma. La etapa temprana de la familia, la primera, es la que va desde la unión de dos personas (de cualquier sexo) al ingreso del mayor de los hijos en el sistema escolar. En el caso de quienes no tengan hijos, quizás pueda considerarse su extensión hasta el momento en que se han establecido claramente las rutinas y fundamentos del trabajo en equipo familiar.

Cuando dos personas se unen (tomemos una familia tradicional), ponen en marcha un rumbo de vida que tiene muchísimo que ver con sus experiencias en sus vidas de familia de origen. Por lo tanto, se abre un proceso de ardua negociación donde cada uno intentará (muchas veces inconcientemente) trasladar las pautas y modelos de convivencia de su propia familia a la nueva. ¿Cuál de los dos cónyuges o personas influirá más en la nueva familia? ¿Cuáles serán las costumbres y valores que prevalezcan? ¿Será más importante el estudio y la perseverancia o el disfrute y el deporte, por ejemplo?

El desafío en esta etapa es poder lograr acuerdos explícitos maduros, que contribuyan a la creación de una verdadera familia nueva, donde se integren los aportes de los dos miembros y se enriquezca la convivencia de todos.

El peligro es que se imponga la competencia y el egocentrismo de la pareja por sobre un modelo más equilibrado y tolerante de convivencia. En este sentido, la llegada del primer hijo suele ser crucial, porque las estadísticas marcan un alto porcentaje de separación de las parejas en este momento.

Segunda etapa: consolidar las rutinas familiares

En un segundo momento, cuando las primeras tareas han sido ordenadas y poco a poco la familia comienza a entrar en un modo regulado y predecible de comportamiento (que puede llevar algunos años y suele establecerse, en el caso de que haya hijos, en el ingreso al sistema educativo del mayor), podemos hablar de una segunda etapa, la intermedia de desarrollo familiar. ¿Qué ocurre aquí? Pues lo recientemente mencionado: se crean rutinas basadas en mecanismos reguladores (aprobación o no, recompensa/castigo, etc) que tienden a mantener una línea de predecibilidad en la vida familiar.
Steinglass menciona que, además de las rutinas, existen rituales (comida, viajes, vacaciones, estudio, etc) y también estrategias de solución de problemas que son típicas en cada familia. Por ejemplo, papá cuando se enoja se enmudece y se aísla unos días hasta tanto se reestablece el equilibrio. Cuando el hijo adolescente se saca malas notas, se lo comunica a mamá, quien media siempre en la prevención del conflicto con su marido. Estos son típicas estrategias de solución de problemas.

El desafío en esta etapa es que la familia aprenda a generar rutinas y comportamientos que potencien el bienestar y las capacidades de sus integrantes, además de un ambiente de flexibilidad y tolerancia donde se respete las diferencias de cada uno.

El peligro es que los rituales y las rutinas sean tóxicos o rígidos y no permitan a cada miembro la expresión de su propia singularidad, o que el caos predomine en el sistema y no exista organización clara para los miembros de la familia.

Etapa tardía: el legado que dejamos

Cuando han pasado ya muchos años y llegamos a nuestra etapa de madurez (es difícil establecer una edad aproximada en la actualidad, pero digamos que tiene que ver con la emancipación de los hijos del hogar por ejemplo) se presentan dos tareas críticas: por un lado, la aclaración de la identidad única y singular de la familia ,y por otro, la transmisión de la misma a las generaciones venideras, el legado.

La pareja ha completado el ciclo de su vida, y el sentido principal de estos años parece ser el explicitar los beneficios de la cultura interna (rutinas, rituales, códigos, valores) a quienes abandonan el espacio y se lanzan a crear nuevas familias. Como dice el mismísimo Steinglass, experto en el tema, se trata de un procedimiento de “resumen”, de pasar en limpio lo valioso que este grupo familiar tiene para dejarle a la humanidad, por pequeño que sea.

Recordar innumerables anécdotas, chistes, momentos cruciales de la familia, se vuelve un imperativo en cada encuentro con los adultos mayores de la misma, que intentan salvaguardar el valor de todo lo vivido.

El desafío es que ese legado permanezca en la memoria de las nuevas generaciones, con los aprendizajes de los aciertos y errores que la pareja intentó en su historia.

El peligro es que (y especialmente en los tiempos que corren) la intensa cantidad de estímulos externos, el apuro y la falta de respeto y dignidad a los valores familiares, deje en el olvido todo lo compartido en los años de historia conjunta.

Como vemos, cada etapa tiene el exquisito aroma de los nuevos desafíos y la posibilidad de vivir con plenitud nuestras potencialidades, mientras nos apoyamos mutuamente en este valiosísimo espacio que hemos llamado familia.

Fuente: Martín Reynoso para Clarin.com

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