La paciente desapareció debajo de un paño quirúrgico tras otro hasta que todo lo que se podía ver era un triángulo de su cabeza afeitada.
“Diez segundos de silencio en la sala, por favor”, dijo David J. Langer, presidente de Neurocirugía del Hospital Lenox Hill de Manhattan. La sala de operaciones quedó en silencio, hasta que dijo: “Muy bien, tomaré las tijeras”.
Su paciente, Anita Roy, de 66 años, sufría alteraciones del flujo sanguíneo en el hemisferio izquierdo del cerebro y Langer estaba a punto de llevar a cabo una operación de derivación en las delgadas arterias para restablecer la circulación y evitar una embolia.
El quirófano estaba en la oscuridad. Todos tenían puestas gafas de 3D.
Lenox Hill es el primer hospital en Estados Unidos en adquirir un dispositivo conocido como videomicroscopio, que convierte a la neurocirugía en una expedición envolvente, y a veces vertiginosa, por el cerebro humano.
Magnificados en un monitor de 55 pulgadas, los cabellos recién rasurados del cuero cabelludo de Roy se erguían como púas. Las tijeras y el bisturí se veían del tamaño de unos palos de hockey y salían de la pantalla con tanta claridad que los observadores sentían la necesidad de agacharse.
El dispositivo genera imágenes digitales tridimensionales magnificadas de alta resolución de los sitios quirúrgicos y permite que todos en la sala de operaciones observen exactamente lo que está viendo el cirujano. El videomicroscopio tiene la capacidad única de capturar “la brillantez y la belleza de la anatomía neuroquirúrgica”, comentó Langer.
Otros cirujanos que lo han probado predicen, al igual que él, que cambiará la forma en que se llevan a cabo y se enseñan muchas intervenciones cerebrales y de columna. “La primera vez que lo utilicé, les dije a mis estudiantes que esto les ayuda a entender la verdadera razón por la que una persona decide estudiar neurocirugía”, comentó Langer.
Sin embargo, es mucho más que solo el asombro del factor Imax. La visión compartida hace de la operación en 3D una herramienta de enseñanza ideal.
Además, Langer y otros doctores comentan que el dispositivo es más pequeño y mucho menos complicado que los microscopios quirúrgicos estándar y que ofrece mejor luz.
Se puede mover fácilmente e inclinar para mostrar fragmentos de anatomía a los cirujanos que, de no contar con esta herramienta, tendrían que forzar el cuello girándolo y estirándolo para poder verlos. (A medida que pasa el tiempo, esas flexiones pueden resultar en dolor y, con los años, una lesión crónica en el cuello y la espalda puede acabar con la carrera de algunos cirujanos). Dos cirujanos a cada lado de la mesa de operaciones pueden trabajar juntos con facilidad.
Los microscopios quirúrgicos estándar son enormes y deben cubrirse mediante un complicado proceso para garantizar que permanezcan estériles. Esto no es necesario con el nuevo videomicroscopio, que únicamente se cubre con una manga deslizable, según comentó Langer.
“Me parece que no hay duda de que será valioso”, manifestó Langer. No obstante, añadió: “Puede que alguien más conservador y sin disposición para probar cosas nuevas no se adapte ni esté dispuesto a hacerlo”.
El dispositivo en Lenox Hill, conocido como Orbeye, fue elaborado por Somed, una empresa conjunta de Olympus y Sony. Langer ha recibido honorarios de la empresa por concepto de consultoría.
Varios centros médicos en Estados Unidos también han puesto a prueba el Orbeye.
Charles L. Branch, director de Neurocirugía del Wake Forest Baptist Medical Center en Winston-Salem, Carolina del Norte, ha usado el equipo en unas veinte operaciones de columna, todas mínimamente invasivas y realizadas a través de un tubo.
“En el primer caso, casi sentí que me estaba mareando, como cuando uno va en movimiento en un automóvil”, recordó. Sin embargo, fue una sensación pasajera y se adaptó en poco tiempo.
“Es de verdad genial”, comentó Branch. “Es como estar en la pantalla Imax. No solo permite al cirujano ver qué está pasando, sino también hacerlo a todos los que están en el quirófano. En lugar de tener que inclinarme sobre el microscopio y tensar el cuello o la espalda, puedo sentarme cómodamente, ver la pantalla grande frente a mí y trabajar con las manos”.
Describió la cámara como fácil de mover, ajustar e inclinar en varias posiciones, lo cual no es posible con un microscopio.
“No creo que sea un artefacto extravagante”, comentó. “Creo que se adoptará ampliamente y con bastante rapidez”.
Mark Miller, vocero de Olympus, dijo que el precio del Orbeye sería similar al de los microscopios quirúrgicos estándar, que oscilan entre 200.000 y un millón de dólares. El sistema que Lenox Hill compró cuesta cerca de 400.000 dólares, reveló Langer. Otras empresas también están tratando de ingresar al mercado.
Bob S. Carter, jefe de Neurocirugía del Hospital General de Massachusetts, señaló que usar el Orbeye era como tener “los ojos de Superman”, pero agregó que su hospital también estaba evaluando otros dispositivos y que todavía no habían decidido cuál adquirir. Afirmó que la tecnología “es el camino del futuro”.
Del otro lado de la pantalla
Anita Roy, una asistente administrativa jubilada que vive en el Bronx, observó los primeros síntomas preocupantes en 2015: episodios de debilidad en la mano derecha y problemas del habla. Las pruebas en un hospital local descartaron una embolia. No obstante, los episodios ocasionales continuaron y en julio de 2017, mientras se recuperaba de una operación de corazón en Lenox Hill, tuvo una convulsión.
Mediante una serie de pruebas de laboratorio, se descubrió que padecía la enfermedad de moyamoya, un extraño trastorno que fue identificado por primera vez en Japón. El nombre significa “nube de humo” en referencia a los rayos X de los pacientes; muestran una nube de vasos sanguíneos frágiles que brotan en el cerebro donde están bloqueados los vasos normales.
Existen varias causas, que hasta ahora no se entienden del todo. Muchos de los pacientes son niños. La enfermedad puede avanzar y conducir a embolias múltiples, declive mental y, en los adultos, a muerte por hemorragia cerebral.
Anita Roy no dudó: con la esperanza de evitar una embolia más fuerte que pudiera discapacitarla o matarla, quiso someterse a una neurocirugía.
Su operación, que se llevó a cabo el 15 de diciembre, fue el primer bypass o derivación que Langer realizó con el Orbeye, aunque él y sus colegas ya lo habían utilizado para otras operaciones. Este tipo de operación es una de las intervenciones neuroquirúrgicas más difíciles e implica coser arterias que tienen aproximadamente un milímetro de diámetro. Los colegas afirman que Langer es uno de los pocos cirujanos en el mundo con la habilidad y la experiencia para hacer bien esta operación.
Un vaso sanguíneo en el cráneo de la paciente se redireccionaría para alimentar a una arteria más profunda cuyo suministro sanguíneo se había interrumpido. El extremo cortado de una ramificación de la arteria del cuero cabelludo se cosería a una perforación realizada en el costado del vaso sanguíneo más profundo. Otra ramificación de la arteria del cuero cabelludo se colocaría encima del cerebro de la mujer, esperando que crecieran ramificaciones en el tejido nervioso, ya que las células privadas de oxígeno secretan sustancias que estimulan el crecimiento de vasos sanguíneos.
El procedimiento dio inicio cuando los cirujanos asistentes usaron una sonda ultrasónica en la sien de la paciente con el fin de detectar el pulso de la arteria del cuero cabelludo, para después marcar el camino del vaso sanguíneo con tinta púrpura de tal modo que Langer supiera exactamente dónde cortar. Posteriormente, el cirujano principal comenzó el difícil proceso de liberar las dos ramificaciones de la arteria de su tejido circundante.
Una vez que la arteria quedó libre, los cirujanos usaron un taladro y una sierra en el cráneo de Roy para retirar un disco de hueso de casi ocho centímetros de diámetro. El cerebro y su entramado de vasos sanguíneos de color rojo intenso, magnificados quince veces en el monitor, brillaban bajo la luz y pulsaban con cada latido del corazón.
Se requirieron unos diez puntos de sutura para coser la arteria del cuero cabelludo a la arteria del cerebro con una aguja curva del tamaño de una pestaña y un hilo tan delgado que apenas se veía a simple vista.
“Las primeras dos suturas son las más difíciles”, explicó Langer. “Son las que lo sostienen todo. Estoy cosiendo verticalmente, pero no tengo problemas para ver. Es una gran amplificación”.
Un mínimo error podría cerrar los vasos frágiles y resbalosos en lugar de unirlos. Cada movimiento era claramente visible para todos en el quirófano.
Cuando acabó de suturar, Langer usó una sonda ultrasónica para buscar el sonido rítmico y silbante que significaría que la sangre fluía hacia el nuevo canal que había creado.
En un principio, el flujo era débil. Pero una vista clara de la pantalla en 3D posibilita que se hagan sugerencias; y otro médico que observaba el monitor sugirió cortar un poco más para facilitar el flujo hacia la arteria receptora. Langer siguió su consejo y funcionó.
El siguiente paso fue colocar la otra ramificación de la arteria del cuero cabelludo directamente en el cerebro de la paciente. Muy pronto, los cirujanos estaban volviendo a poner en su lugar el disco de cráneo —con una nueva muesca para permitir que la arteria redireccionada pudiera pasar—, sujetándolo con placas de unión diminutas y cerrando el cuero cabelludo con cuarenta grapas.
Seis horas después de que la intervención quirúrgica había iniciado, alrededor de las 16:00, la paciente, ya sin los paños sobre su rostro, estaba parpadeando ante el resplandor de la sala de operaciones y moviendo los brazos y las piernas. Un anestesiólogo le dijo que su operación había salido bien. La paciente le respondió con una gran sonrisa.
Tres días después, estaba sentada en la cama, en bata y con calcetines de color rojo intenso, hablando con su marido a la hora del almuerzo. Resultaba difícil creer que recientemente hubiese pasado por una operación de cerebro.
“Simplemente me siento bien”, comentó.
En broma, acusó a Langer de haberle contado todo un “cuento” sobre posibles efectos secundarios y una recuperación difícil. Era la semana antes de Navidad y había decorado su árbol y había envuelto todos sus regalos antes de ir al hospital, pues había temido no poder hacerlo después de la intervención quirúrgica.
Pero la operación, según dijo, “fue como si nada hubiera pasado”.
Sin la intervención, se calcula que los pacientes como Roy tienen un riesgo de embolia de entre el 20 y el 50 por ciento o incluso mayor dentro de los siguientes cinco años, dijo el neurocirujano. Tras una operación exitosa, el riesgo es de un porcentaje muy reducido al año o menos.
“No todas salen tan bien”, indicó Langer. “Estas intervenciones tienen un alto riesgo y no siempre salen a la perfección”.
Roy, quien iba a ser dada de alta ese día, lo reconoció antes de salir a caminar por la ciudad con su marido de regreso a su casa en el Bronx. “Tuve suerte”, concluyó.
fuente: new york times
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