María Lucía Tarayre nació en 1961 en Pigüe, al sudoeste de la provincia de Buenos Aires. Cuando cumplió 18 años, se mudó a La Plata para estudiar Economía. Ahí se enamoró de quien sería su esposo y con quien decidiría irse a vivir a Chicago luego de recibirse. Aunque todo iba bien, unos síntomas que ella atribuía originalmente al estrés la pusieron cara a cara con un diagnóstico que en su momento representaba un gran enigma: tenía esclerosis lateral amiotrófica (ELA).

La ELA (también conocida como enfermedad de Lou Gehrig en Estados Unidos por un jugador de béisbol que la padeció, o Charcot en Francia por el médico que la descubrió) es una enfermedad neurológica degenerativa que debilita los músculos de las extremidades, obstaculiza el habla y otras funciones vitales, como comer. El diagnóstico suele ser tardío, las causas que la provocan hasta el momento se desconocen y, aunque un tratamiento multidisciplinario puede ayudar, la enfermedad no tiene cura.

Cuando sólo tenía 23 años, a Lucía le dieron muy pocas posibilidades de sobrevida. Sintió que tenía que aprovechar su tiempo para lograr lo que más deseaba, que era formar una familia y en 1985 regresó a la Argentina. Cuando todavía gobernaba su físico, Lucía quedó embarazada de Tatiana, su única hija, que creció mientras el cuerpo de su madre se debilitaba lentamente.
A mediados de los 80, cuando Lucía recibió su diagnóstico, Hawking ya era la principal referencia de la patología.«No conocía la enfermedad ni mucho menos a alguien que la padeciera», recordó Lucía a Infobae a través de una férula con un switch sensible que pulsa con el único dedo que puede mover para formar letra a letra las palabras en una computadora.

«Al poco tiempo, interiorizándome en el tema, conocí a Stephen Hawking, un famoso que la padecía con las mismas características, habiendo comenzado muy joven. En mi universo de entonces solo existían dos personas con ELA en el planeta: Hawking y yo. Se convirtió en un referente en mi vida y obviamente comencé a seguirlo», contó.

cartas a Stephen Hawking

A comienzo de los 90, a través de la Fundación ELA de entonces, Lucía conoció a muchos otros pacientes y una de ellas le pasó la dirección de Hawking. «Fue algo así como un sueño hecho realidad, la posibilidad de comunicarme con mi ‘ídolo’«, dice. «En el 93 le escribí presentándome y contándole sobre mi, aunque a decir verdad no esperaba respuesta». Pero llegó.
«Me contó mayormente sobre su trabajo y sobre su actitud frente a la enfermedad. Intercambiamos un par de correos durante ese año, cartas de papel. Yo lo llamaba a modo de broma Mr. Black Holes», repasó Lucía, que en las sucesivas mudanzas que atravesó extravió las cartas. Tiempo después recibió uno de los libros del científico con una dedicatoria personal y años más tarde ella le hizo llegar los libros de poesía que escribió. «Luego perdimos contacto, aunque no deje de seguirlo», lamentó.
«Espero que tengas tanta suerte como tuve yo. Los mejores deseos y todo mi apoyo», escribió Stephen Hawking en la primer página de Agujeros negros y pequeños universos y otros ensayos, el libro que le envío a Lucía a Argentina y que firmó con su huella digital. Los últimos mensajes fueron en el 97, cuando el agradeció los libros que recibió.

Cuando Tatiana tenía cinco años Lucía se divorció, perdió la tenencia de su hija y decidió irse sola a Bahía Blanca para cuidar a su madre. Después de tires y aflojes y de la lucha para recuperar la compañía de su hija, recompuso la relación con su ex marido e inició lo que ella llama «un camino espiritual» en la Fundación Salud (en donde vive hace cuatro años, rodeada de verde en un predio de Luis Guillón) para «resignificar su vida».
En 2002 prestó su autorización para que su hija se fuera a vivir y estudiar a Estados Unidos -hoy vive en París- y atravesó en los últimos años duros procesos como una gastrostomía para poder comer y una traqueostoma para poder respirar. Hoy es quintupléjica porque tiene paralizados su cuello y sus extremidades y vive acompañada de sus asistentes.

Como los músculos del ojo tampoco son afectados por la enfermedad, Lucía dice todo con su mirada (un parpadeo para decir sí y dos para decir no). También utiliza su pulgar izquierdo para manipular la computadora y, quienes más la conocen, como su asistente Carina o su hija, saben leer sus labios.
Las funciones cerebrales que no se relacionan con la actividad motora no se alteran con esta enfermedad. Por eso es que la sensibilidad y la inteligencia de la persona permanecen intactas bajo un cuerpo que se percibe inmóvil.

Hace cuatro años, una campaña conocida como el Ice Bucket Challenge -ampliamente difundida y viralizada por personas famosas- proponía arrojarse en la cabeza un baldazo de agua helada para sentir, por al menos algunos segundos, la parálisis con la que conviven los pacientes con ELA todos los días. Además, la campaña (apoyada también por Hawking) pretendía dar a conocer la enfermedad e invitar a que el público a contribuir con dinero a las organizaciones que investigan tratamientos y buscan encontrar la cura.
El martes Lucía amaneció con la triste noticia del fallecimiento de su amigo por carta. «No tengo dudas de que ambos vivimos tanto tiempo porque encontramos por diferentes caminos un propósito en la vida, canciones para cantar, pese a la enfermedad», dice ella que creía cuando la diagnosticaron que no pasaría cinco años de vida y ya lleva 35.

Además de haber compartido experiencias, ella se siente identificada e interpelada por la pujanza del físico. «Su actitud frente a la enfermedad era justamente y simplemente vivir, tocar con las cuerdas que restan, seguir adelante sacando lo mejor de cada circunstancia, como en mi caso. Me dejó su ejemplo de vida y la antorcha».

«La muerte, aunque natural y esperada siempre impacta, toca», escribió Lucía. «Era mi compañero de ELA. Lo voy a extrañar. Me alegra que finalmente esté descansando».

fuente: radio cadenasol, infobae

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